Incertidumbre y desesperanza: huellas del apagón en la sociedad venezolana

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Esa incertidumbre frente a los servicios públicos y frente a la cotidianidad se suma a la incertidumbre política en medio de la crisis que hay en el país.

“Tenemos una sociedad mucho más incierta. Hay una sensación de que no puedes tener control o de que se disminuye tu propio control de lo que pasa»


 

Mariana Souquett Gil / Efecto Cocuyo (Venezuela) – 08/03/2020

Los apagones que ocurrieron desde el 7 de marzo de 2019, fecha de la primera falla eléctrica masiva en el país, convirtieron a la sociedad venezolana en una sociedad más incierta. Los reiterados y prolongados cortes eléctricos tuvieron —y continúan teniendo— consecuencias desde el punto de vista sociológico, antropológico y psicológico. Según especialistas, a partir de esa fecha los ciudadanos están más desesperanzados y temerosos ante la posibilidad de que un suceso similar se repita.

Para Rogelio Altez, antropólogo y profesor titular de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela (UCV), los apagones ocurridos desde marzo de 2019 no son una eventualidad: son consecuencia del deterioro producido por relaciones de poder que emplearon procesos de aprovechamiento excluyentes en los negocios vinculados con el sector eléctrico.

“El Sistema Eléctrico Nacional, como servicio público, como industria, se deteriora y colapsa a partir de un proceso donde la relación no es la de prestar el servicio y hacerle mantenimiento, sino que se trata de su aprovechamiento de forma desequilibrada y a través de la explotación absoluta. Es una estrategia de enriquecimiento basada en la depredación, pero una depredación irracional porque no se planifica su enriquecimiento a futuro, sino de manera inmediata”, expresa.

Altez, quien es especialista en la antropología de los desastres, asegura que el desgaste del sistema eléctrico derivó del modelo de negocios que desplegó el Estado venezolano en el siglo XXI, centrándose en el enriquecimiento inmediato y no en la planificación del sostenimiento futuro de sus fuentes de riqueza ni en la materialización de estados de bienestar para la población.

Según el especialista, el Estado les cierra las puertas a sus competidores mediante la lógica económica de los carteles: usa estrategias institucionales y formas de presión para eliminar la competencia y garantizarse el acceso exclusivo al capital vinculado a la energía eléctrica. Cambiar esa lógica y sustituir ese modelo de negocios empleado representaría perder lo avanzado en el mercado y los beneficios para quienes ocupan ese Estado.

Así, el antropólogo y doctor en Historia afirma que el panorama eléctrico no cambiará y, por ende, las condiciones cotidianas actuales parecieran no tener solución para la sociedad venezolana. Ambas situaciones repercuten en los ciudadanos.

«Todo lo que hemos aprendido a desplegar como vida cotidiana está basado en la energía eléctrica: desde la conservación de los alimentos hasta la cocción de los alimentos, refrescar espacios calurosos. Si bien son recursos muy recientes en la historia, apenas desde el siglo XX, acaban siendo calidades de vida que resultan fundamentales para la supervivencia en sociedades contemporáneas», señala.

La falta del recurso eléctrico, según Altez, refuerza la desesperanza en una población que ya es víctima de fenómenos como la polarización y otras fallas en los servicios públicos.

“Los apagones han sido un golpe muy duro y lo siguen siendo. El 90% de la población en las regiones los padece mucho más que en la capital. Sin duda hay un efecto depresivo. Los seres humanos hemos combatido la oscuridad desde que somos especie: no vivimos en la oscuridad porque somos vulnerables en ella y porque históricamente la oscuridad ha sido un factor de reducción de las habilidades de los humanos”, explica.

Más incertidumbre y temor

Para el sociólogo Ramón Piñango, el primer gran apagón y los cortes de energía eléctrica que le siguieron  acentuaron la incertidumbre con la que viven los venezolanos. Ahora cada vez que la luz falla en algún sector, los ciudadanos se preguntan cuándo les tocará en el suyo.

“Tenemos una sociedad mucho más incierta. Hay una sensación de que no puedes tener control o de que se disminuye tu propio control de lo que pasa; sientes que estás ante un fenómeno que te afecta en cosas tangibles. Se va la luz y se crea una menor eficacia personal”, dice.

Piñango asegura que la sociedad venezolana se vuelve así en una sociedad con menos certezas para enfrentar el día a día en cualquier ámbito: desde el personal, hasta el económico y educativo. Esa incertidumbre frente a los servicios públicos y frente a la cotidianidad se suma a la incertidumbre política en medio de la crisis que hay en el país.

El profesor emérito del Instituto de Estudios Superiores de Administración (Iesa) destaca que el fenómeno de los apagones contribuyó a que la actividad económica se concentrara aún más en Caracas.

“Hay empresas que se han mudado, incluso profesionales, buscando menos incertidumbre y más protección. Sencillamente hay un impacto físico tangible que todos sufrimos y que nos afecta nuestras sensaciones. Es decir ‘no puedo hacer esto porque no hay luz’, ‘se me dañó la comida porque no hay luz’”, agrega.

Un antes y un después

Esa ausencia de certezas ha tenido consecuencias psicosociales. Yorelis Acosta, psicóloga clínica y social, se ha dedicado a estudiar las emociones de los venezolanos en tiempos de crisis desde el Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela (Cendes-UCV). Para ella, el apagón de marzo de 2019 dejó huellas imborrables: tuvo un gran impacto en la sociedad y marcó un “antes y un después” en la historia reciente del país.

“Hubo ansiedad, angustia, desorganización conductual. La gente salió desesperada y todos hicimos cosas que no se deben hacer en esas situaciones. Salimos apurados a hacer mercados, a poner gasolina, no teníamos agua. Fuimos imprudentes, pero el gran impacto fue no tener comunicaciones. Fue muy grave. Nunca habíamos tenido un colapso de esas dimensiones”, indica.

A un año de ese suceso, los venezolanos sienten miedo de que un colapso de magnitud nacional vuelva a ocurrir. “Se exacerban los temores cada vez que ocurre un apagón en algún sector. Hay una asociación negativa con lo que sucedió”, expresa.

En el caso de las regiones venezolanas, especialmente en las zonas de frontera, la crisis eléctrica comenzó antes de ese jueves 7 de marzo de 2019. Desde años previos enfrentan racionamiento eléctrico y de agua y escasez de productos, situaciones que —según Acosta— generaron más dificultades y sufrimiento para sus pobladores.

“Hasta los niños se ven más impactados. Ellos son vulnerables. ¿Cómo les dices que no pueden ir al colegio?, ¿cómo les dices que no pueden abrir la nevera para que no se descongelen los alimentos?”, explica.

Un año después de ese evento, la especialista en intervención psicosocial asegura que ese gran apagón dejó aprendizajes en la sociedad venezolana, y uno de ellos fue el hallazgo de nuevas formas de organización familiar y vecinal, al igual que la identificación de los miembros de la familia que generaron mayor tranquilidad en sus hogares.

“Algunas personas fueron ingeniosas y buscaron actividades para los niños, por ejemplo. Ese fue un gran aprendizaje, como también lo fue analizar familiarmente qué se hizo que fue bueno para el hogar”, resalta.

Aún hay personas que viven las secuelas de ese primer apagón masivo que afectó a todo el país en 2019. Ante esos escenarios, Acosta recomienda:

    • Revisar planes de contingencia: establecer tareas a ejecutar en casos similares de situaciones de colapso.
    • Evaluar comportamientos e identificar a la persona más fuerte de la familia: quién mantiene más la calma, quién pone las reglas, quién genera tranquilidad en el núcleo familiar en un momento de gran tensión. Esa persona debe tomar el control.
    • No dejarse sumir en la crisis: “El que está en crisis o angustia no ve las cosas en su real medida, porque amplifica los problemas”.
    • Administrar los recursos y actuar con prudencia.
    • Identificar actividades que calmen la ansiedad. Mantenerse ocupados y no únicamente preocupados. Se puede meditar, orar o hacer ejercicio.

“No hay soluciones mágicas, podemos bajar la ansiedad, construir burbujas de tranquilidad en casa, en nuestro trabajo y ayudar a la familia y a los más vulnerables”, asegura la psicóloga social.

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