La era de los bolichicos

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Ahora se constata (antes, quizá, solo se temía) que un laxo e irresponsable manejo de los dineros públicos, sin rendir cuentas, es imputable a la oposición organizada.

Lo que ha aparecido en los portales Armando.info, El Pitazo o Efecto Cocuyo -son solo ejemplos- sobre el entramado de obras públicas que se han debido hacer en Venezuela, pero jamás fueron concluidas, bastaría para defenestrar a todo el tren ejecutivo del gobierno venezolano, incluyendo a su presidente. Pero no ha sido así. En conjunto, constituye un crimen de lesa humanidad contra el pueblo, ya que ha significado, en la práctica, ruina y dolor, miseria y muerte, para la población. ¿Quién ha de pagar esto? 


 

Sebastián de la Nuez / La Gran Aldea (Venezuela) – 02/03/2021

A finales de los años ochenta apareció no como una denuncia, que también lo era, sino como un pertinente compromiso con la memoria colectiva, el Diccionario de la corrupción en Venezuela, de la intelectual Ruth Capriles. Fue un texto de consulta para muchos al comienzo de los noventa. Ahora su sobrino ha resultado ser un bandolero implicado con la figura de Alex Saab, el colombiano que se iba a la isla de Antigua y Barbuda a disfrutar de unos días de asueto con los hijos de Cilia Flores (tan amigo era, y sigue siendo, de la familia presidencial). ¿No es una cruel paradoja, la del diccionario y el bandolero?

Alejandro Betancourt y Orlando Alvarado son bolichicos por derecho propio, saltaron a la notoriedad desde la empresa Derwick. Es un dúo arquetípico de la boliburguesía y posee sus cinco características fundamentales:

1) Carece totalmente de cualquier sentido de la ética, y en general de escrúpulos; 

2) Carece, igualmente, de ideología aun militando en un partido político; 

3) Viene de la clase media acomodada venezolana; 

4) Es gente guapa, por lo general bronceada, atlética, metrosexual. Cualquiera de ellos podría suceder en Hollywood al cubano Andy García, por ejemplo.

Y el punto número cinco: La retroalimentación. Aunque el verbo suene vulgar, algo mamaron del entorno familiar que hizo de ellos lo que son, pero ahora son ellos quienes enseñan a sus padres cómo es que se bate el cobre. O sea, se ha invertido la carga de la prueba. Esta semana ha estado saliendo en las redes la invasión a Los Roques, ese paraíso hasta ahora indemne, la joya de la naturaleza criolla a resguardo de la barbarie. Sigue siendo una joya natural, pero ya no está a salvo de la barbarie. Según el portal Armando.info, entre los inquilinos de la nueva vecindad de Los Roques «destaca Anselmo Orlando Alvarado, padre de Orlando Alvarado, vicepresidente de finanzas de Derwick Associates (…). Anselmo Orlando Alvarado y los herederos de su socio, José Sosa Rodríguez, son los propietarios de una concesión de uso y de las bienhechurías de uno de los módulos donde florecen las nuevas construcciones [de la isla principal del archipiélago de Los Roques, donde el madurismo experimenta un enclave turístico de alto consumo]».

El filósofo Baruch Spinoza, que sabía tanto de ética, decía que no hay libre albedrío en la esfera mental ni azar en el mundo físico. Sobre la estirpe de los bolichicos no caben tantos miramientos ni sesudos estudios (son unos delincuentes amorales; no solo carecen de ética, también de moral), pero sí cabría hacer con ellos una semblanza de grupo, más allá de la descripción de sus fechorías. Una semblanza que trate de explicar esa falta absoluta de valores. Todos obtuvieron una educación formal de alta calidad, a todos se les abrieron oportunidades de realización personal, de progreso. ¿De dónde viene, entonces, esa falta de vergüenza?

La periodista Maru Morales ha hecho una serie de trabajos escalofriantes en el portal Crónica Uno. Esa es la palabra correcta, escalofriantes. Morales se detuvo a analizar la rendición de cuentas de la Asamblea Nacional saliente y del gobierno paralelo de Juan Guaidó, así como sus páginas web, en la serie «Gestión bajo lupa». Constató la ausencia de explicaciones sobre los gastos. Constató la falta de respuestas ante hechos de malversación de fondos derivados de activos de Venezuela en el exterior o de ayuda humanitaria que han dado gobiernos amigos y ONG internacionales. Constató que ninguno de los dos portales, ni el de la Asamblea Nacional ni el del gobierno encargado, mejoraron las posibilidades de la ciudadanía de hacer contraloría a estas instituciones ni cumplieron con el mandato constitucional de transparencia y acceso a la información pública.

Le pregunté al profesor Ronald Balza Guanipa, quien ha estudiado a conciencia estos asuntos, sobre cómo se manejaba la transparencia en el antiguo Congreso, tras compartir con él este trabajo de Morales. Esta fue su respuesta:

«Te diría que, a pesar de la corrupción, la rendición de cuentas [en los gobiernos de la democracia representativa] tuvo una estructura muy bien montada durante décadas. Por eso los políticos y periodistas podían detectar casos de corrupción o dudosos como, por ejemplo, el de la partida secreta de CAP. La Ocepre primero, y la Onapre después, debían elaborar informes oportunos, detallados y consistentes con la información publicada por el Banco Central. Chávez llegó casi con internet en 1999 y los ministerios, así como PDVSA, BCV, Instituto Nacional de Estadística y Contraloría tenían páginas web muy detalladas. Esto comenzó a escamotearse desde la creación del Fonden o Fondo para el Desarrollo Nacional en 2005, al punto de suspenderse la publicación de informes del BCV en 2013, la publicación oportuna de cifras del BCV y del INE desde 2014 y las del presupuesto del gobierno central desde 2015. Con Maduro toda la estructura informativa del Estado desapareció. Por eso era tan importante que la oposición rindiera cuentas, para marcar esa diferencia frente a Maduro. No solo por los montos que manejaría Guaidó, sino por su carácter simultáneo de presidente encargado de la República y de la Asamblea Nacional».

No lo hizo, Guaidó, rendir cuentas. Hay una inercia que ha traído las cosas hasta este punto. Esa inercia forma parte de la cultura del venezolano, no se da por generación espontánea. Toda cultura genera sistemas de falsas creencias y mecanismos de autojustificación y blindaje: no lo digo yo, lo dice José Antonio Marina al hablar de las culturas fracasadas. Hay una soberbia detrás de eso, una dejadez marcada por la postergación indefinida. Todo venezolano que se precie de tal es presa fácil de la procrastinación. Guaidó no es un bolichico, pero esa parte de la oposición que representa y en la cual se han colocado tantas esperanzas, comparte una especie de maldición.

Laxitud ante la norma ética. El vivapepismo infantil. El ‘como vaya viniendo vamos viendo’. Agarrar por el hombrillo a toda velocidad. El país que aparecía entre los más felices del mundo mientras se iba hundiendo. La normalización de una dinámica, la de Tío Tigre y Tío Conejo. En fin. Muchos padres pudientes y resueltos escupieron hacia arriba durante años y ni cuenta se daban que lo estaban haciendo. Tal vez esto no sea sino la vocalización del llanto por una posibilidad perdida. Cabe volver a los clásicos del siglo XX, tratar de encontrar consuelo y luz en Mario Briceño Iragorry o Mariano Picón Salas. «El dinero fácil compraba a los hombres o los hundía en el carnaval de favores, humillaciones e indignidades».

Lo cierto es que no hay razón ni espíritu. El país, los de la cúpula y los que no forman parte de ella, se encuentran en esa explanada, la condición igualadora, el vaticinio que se muerde la cola como un ouroboro: para qué seguir la norma si ya tenemos el poder.

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